sábado, 28 de diciembre de 2013

Fotografía


Catálogo de antenas de mediano y alto rango por Tebbe Schöningh.
Untitled, 2012-2013, 30x30, C- Print.






















miércoles, 11 de diciembre de 2013

Fotografía

Retrato andariego por Baltasar "Chaco" Torcasso.
Técnica: doble exposición continua.

La noche sin nombre, 2013
Baltasar Torcasso

lunes, 9 de diciembre de 2013

domingo, 8 de diciembre de 2013

Literatura: Crónica de viaje

Siesta
Por Soledad Urquía.


En el pueblo había tres cortes de luz todos los días. El de once a doce, el de una a seis de la tarde y el de nueve a diez de la noche. El primero pasaba casi desapercibido porque a esa hora estaba en el Ashram con los ojos cerrados. El último era un recreo de la lectura de algún libro espiritual que estudiaba a conciencia en mi cuarto. Pero el de la tarde hacía que aprendieras a vivir sin electricidad. Nada grave, después de todo durante miles de años la gente comió, se enamoró, escribió libros, tuvo hijos y se murió sin el amparo de electrones circulando como locos por autopistas de cobre.

Miraba el techo concentrada, tirada boca arriba en mi colchón. Tenía puesto sólo una bombacha, pero mi cuerpo estaba pegajoso y en estado de indefensión frente a una invasión de hormigas. Conocía de memoria  todos los detalles del cielo raso: cada mancha y las formas de telaraña que mutaban y se expandían. La lagartija blanca y chiquita que vivía ahí estaba inmóvil. Eran las dos de la tarde y el calor en mi habitación no me dejaba respirar bien. Igual no tenía claro si lo que me asfixiaba eran los cuarenta y tres grados o mi incapacidad momentánea para salir de los límites de mi introspección. Observación, indagación, conciencia de la respiración, búsqueda de la ecuanimidad perfecta: básicamente todo lo que pasaba en mi vida. Ni hablemos de contacto físico, placeres mundanos, conversaciones intrascendentes o incluso conversaciones en un sentido más amplio. 

- Comé algo que te haga bajar. Hace unas semanas que parece que estás a punto de desintegrarte en luz.

Me había dicho una amiga alemana hacía unos días. Era sólo quince años más grande que yo pero había decidido volcar todo su instinto maternal en mí. Me regalaba ropa, chequeaba que el lugar donde me quedaba fuera decente y cada tanto insistía en la importancia de volver a usar ojotas o zapatillas en algún momento.

Me paré y se me bajó la presión: black out, mareo, ganas súbitas de vomitar. Respiré hondo un par de veces y se me pasó.  Los cuerpos occidentales comienzan a romperse si se quedan en India durante un tiempo, se cansan más de la cuenta y hay un extra de desgaste y deterioro. Creo tiene con ver con la lucha constante contra bacterias, sensaciones y estímulos que resultan exógenos, extraños, ajenos. Veía como europeos y americanos se derrumbaban después de algunos meses: gastroenteritis crónica, malaria, infecciones eternas. Mi cuerpo resistía, quizá gracias a la plena conciencia de que no podía hacerme eso: si me fallaba nos quedábamos ahí.

Me vestí y salí. Subí a una bicicleta verde demasiado grande para mí, se parecía a las que se usaban en los ochentas. Me la había prestado un inglés que trabajaba en el Ashram porque decía que algo en mí lo hacía acordar a una de sus hijas. Estaba claro que mi presencia pedía a gritos algún tipo de cuidado parental, siempre aparecía alguien dispuesto a cumplir la función por un rato.  

En el pueblo todos dormían en sus casas o al costado de la calle debajo de algún árbol. Miré a un sadhu viejo y con la piel ajada pegada a los huesos que usaba unos de sus brazos como almohada. Me conmovió un poco su respiración acompasada y la entrega con la que caía su cuerpo sobre la tierra. No lo despertó un perro lleno de llagas que puso su hocico sobre su cara. Desvié la mirada, de repente tuve esa sensación de intrusión que me agarra cuando todos los humanos duermen y yo no. Pensé que en Argentina también dormían y me sentí la única persona despierta sobre la faz de la Tierra.  El mundo me pareció un lugar bastante desolador.
Me bajé de la bicicleta y la dejé en la puerta del Ashram. Me di cuenta de que mi remera estaba mojada y me obligué a tomar agua. Me habían explicado mil veces que en el pueblo en verano se vive en un estado de semi deshidratación constante en el que paradójicamente no tenés sed. Pensé que era algo así como una negación biológica pero me tranquilizaba atribuir parte de mi fragilidad mental extrema a esta causa tan coherente y comprobable químicamente. No era que me estaba volviendo loca, solamente me faltaba un poco de agua.

Volví a mirar los cuerpos dormidos al lado de la calle. Mis ojos se movieron desesperados,  tratando de atrapar alguna certeza o  prueba irrefutable de que algo de todo eso era real. Miré a las personas, a los puestos de la calle y a la Montaña. Todo es ilusión, maya,  invención mental. Todo se me escapa. Estoy tan dormida como el resto del mundo. Los límites de mi cuerpo se desdibujan. No hay nada, no hay nadie, no hay nada.

Respiré hondo y me agarré la cabeza con las dos manos. No te pierdas, no te pierdas, no te pierdas,  repetí como un mantea.

Entré al Ashram. Era un predio grande con muchos salones: dos de meditación, un comedor, una biblioteca, habitaciones. Todos estaban cerrados con llave y caminé hasta la puerta de rejas por la que entrabas a un caminito en la Montaña. Me gustó que las piedras me quemaran la planta de los pies, sentí como si algo me enchufara a la Tierra evitando mi esfumación. Empecé a escalar como una autómata: conocía el camino de memoria y había aprendido a ignorar los ruidos de las serpientes que reptaban por los costados.

- Son venenosas ero si no las pisás no pasa nada.

Me había dicho la gente de la zona. Unos días antes me habían contado que una mujer salió de su casa de noche porque no tenía baño, la pico una víbora y se murió a los pocos minutos. La historia me dio lástima pero no me asustó: siempre tuve una confianza excesiva en mi suerte.

Aparecieron las dos perras que todos los días me acompañaban desde ese punto. No sé porque asumí desde el principio que eran madre e hija. Las saludé en voz alta y las acaricié. Había rumores de que la Montaña estaba llena de espíritus que tomaban la forma de distintos animales y yo estaba segura de que ellas dos eran parte de ese grupo que bajaba desde otro plano.

Llegué a la cueva transpirada y con dolor de cabeza. Entré y me senté con las piernas cruzadas y los ojos cerrado. Al frente de una foto del Maestro alguien  había dejado una corona con flores que se estaban pudriendo. Apenas entraba una persona y el ambiente era asfixiante: parecía que el aire húmedo y enviciado te envolvía y te presionaba la piel. Quizá gracias a esa sensación parecida a un abrazo me quedé dormida.












Dibujo

Video explicativo sobre el funcionamiento interno de un elefante.
Música: Ruy Gatti 
Dibujo y animación: Pablo Accame



miércoles, 4 de diciembre de 2013

Fotografía


Retrato andariego N°3, Matías Lix Llett.

Campo vectorial, 2013
Matías Lix Klett

Danza, teatro y cine

De Krapp, el loro y el cisne.
Por Leticia Bernaus

El sábado pasado fuimos a ver Olympica del Grupo Krapp. Accame no estaba muy contento con el plan, pero lo arrastré con la convicción de que terminaría por panquequear, intoxicado con el delirio de estos locos del carajo. Me adelanto y aclaro que soy incapaz de ser objetiva: Krapp me despierta un costado oscuro, mezcla de barra-brava y minita-fan que me resulta imposible evitar.

Lo primero que vi de ellos fue Adonde van los muertos (Lado A) en 2011. Es un díptico que se presentó con Adonde van los muertos (lado B), obra que intenta poner en escena la temática de la muerte. Como les resulta imposible en lado B, crean lado A para que otros artistas los ayuden a resolver la cuestión. Los Krapp interpretan cada propuesta y la materializan allí mismo, como un ensayo en vivo sobre las posibilidades de la representación.

Olympica es anterior, del 2007. Un grupo de ex–deportistas olímpicos intenta recuperar sus días de gloriosa atleticidad, de ovaciones multitudinarias, de adrenalina absoluta. Es una obra sobre la decepción, sobre la impotencia, sobre la inevitabilidad del paso del tiempo. Los Krapp saltan, corren, se pegan, bailan, cantan, gritan, tocan el piano, la guitarra, se desvisten, se vuelven a vestir, se mueren, se matan, revivien y vuelven a empezar, todo en un escenario con cinco sillas, una rampa, un piano con ruedas y un fondo de luces como un bosque de árboles que se vuelven micrófonos.

Accame no termina de entender la razón de las muertes, igual le gusta, se le nota en la risa siniestra. Lo imagino sumado a los Krapp, con una joggineta noventosa de desiré celeste, muy Chas Tenembaum (Ben Stiller) de la decadencia. 

Después está El loro y el cisne, una película del director Alejo Moguillansky donde los Krapp son protagonistas.

Todo empieza a partir de una serie de registros documentales de los ensayos de Krapp por parte de Moguillansky. En las grabaciones, más de una vez el sonidista queda en cuadro con caña, boom, cables y grabador y por alguna razón a Moguillansky le parece divertido dejarlo.

El Loro es el sonidista y el cisne es Luciana Acuña, una de las directoras de Krapp. Después está el Ballet Estable del Teatro Argentino de La Plata, el Ballet Folklórico Nacional y el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín. Y un falso equipo de filmación que funciona como la pasta grumosa que hace que la mezcolanza se una. A todo esto y cuando la cosa todavía no termina de tener forma, Luciana queda embarazada. No en la ficción, en la vida. En la vida y en la danza. Y la película continúa y el loro se enamora del cisne con panza que baila y la película se transforma en una fantasía musical y sentimental sobre el amor, el ballet, el dinero, el trabajo y Tchaikovsky.

A los Krapp se los puede ver en una retrospectiva (que ellos llaman retrocedida) en el Centro Cultural General San Martín. El loro y el cisne se proyecta los viernes a las 22:00hs en el cine del Malba. Seguro que Accame va, derrotado, a verla.



martes, 3 de diciembre de 2013

Fotografía

Retrato andariego N°2, Juan Pinnel.

Santa, 2012
Juan Pinnel

Literatura



La Hiena Nocturna.
Por Pablo Ottonello

Mucho más que la Noche de las Librerías, sin demasiados descuentos y con los pasillos de los locales como nidos de un ciempiés, la gente disfrutaba dar sus pasos juveniles sobre la mitad de Corrientes cortada por el Gobierno de la Ciudad, sobre la que flotaban globos amarillos no muy distintos a los de Jack Nicholson en la mejor de las Batman, la uno, la de Tim Burton en esa ciudad Gótica que, como Buenos Aires cuando llueve, tiene sumideros que largan su grueso vapor de sopa. Encontré una mesa en un balcón, pedí una cerveza carísima y relojeé el transito marino de gente con libros en la mano y comentarios sobre qué leer primero y qué después, contagiados de esa fiebre hermosa que es no querer perderse nada. La cerveza me iba a costar cincuenta y ocho pesos, pero no era mal empujón para refrescar un poco y pensar en lo que acababa de ver en el subsuelo de La Dulce donde Tálata Rodríguez se trepó a su mini tarima con fresneles y recitó, entre el humo y los cambios de escenografía y vestuario, acompañada por imágenes, sonido y música, los poemas que se pueden leer en el libro que la editorial Tenemos Las Máquinas lanzó este mes, Primera Línea de Fuego.

Con su carisma guarro de calzas y remerita, con los ojos enormes clavados en un público que se dejó asombrar por sus versos y por la precisión de recitarlos de memoria, sin la solemnidad que a veces le come los talones a las lecturas de poesía, Tálata optó por el ritmo, los cambios de luz, la penumbra del subsuelo con máquinas de humo y el efecto piña-en-la-cara+lírica, rima y delirio, que pica más alto cuando nos cuenta su dolor, cuando a la figura de mujer fuerte que construye con sus anécdotas de hiena nocturna –grupi de jugadores de la primera de Vélez bajo un puente- contrapone imágenes de su hija –dormida en una cama abrazada a un globo rosa- o cuando se permite hablar de amor, sin dejar de teñirlo de huevoneo juvenil, de años perdidos, de añorar una juventud.

El verso tiene su autonomía, y cuando la escritura es buena no necesita ni luz, ni humo, ni fotos detrás. El buen verso es un loco solitario que, igual que Tálata, se la banca solo y te encara en un callejón. Reaccioné así apenas salí de la función, como alguien que defiende la poesía sin ciber adornos. La luz, el juego de imágenes, el diseño sonoro y la representación teatral (porque Tálata encarna su propio personaje fogwiliano de muchacha con calle) le compiten –sin querer- al verso escrito. ¿Cómo es la relación ideal entre declamación y verso escrito? Y en seguida me pregunté: ¿qué son estas reflexiones marimachas?, y me serví el fondito de cerveza ya entibiado por el calor guaso de noviembre y me puse a recordar una charla reciente, muy reciente, con la editora del libro, Julieta Mortati, que me explicó lo que yo no terminaba de entender. Me lo dijo como una lista de supermercado. La transcribo tal cual: 1. Tálata piensa su obra como un acto de hibridez. 2. La poesía es una función teatral. 3. Tálata es un raro arácnido suelto por Buenos Aires, con muchas patas fuertes. 4. Es una performer, dijo Mortati. 5. ¿Viste cómo te mira, con esos ojos como medidas dobles de whisky?

*
Autopista al infierno


Yo tenía un amigo que se parecía a Slash,
no recuerdo su cara y no sé si la vi alguna vez, 

quizás un pedazo de boca, un cigarrillo prendido 
humo entre los rulos espiralados. Olor a fijador. 
Mi amigo se llamaba Adamo y no venía al colegio. 
Era de Tablada como mi compañero Néstor. 
Adamo tenía un Dodge milquinientos. Un milky. 
No íbamos a ningún lado,
pero las chicas nos arreglábamos
solo para subirnos al milky de Adamo. 



En el colegio lo tenían fichado
y no lo dejaban pasar cerca.
Adamo nos esperaba a dos cuadras, 

parado contra el milky,
la remera doblada sobre el hombro. 

Adamo nos llamaba Bambinas, 
casi sin abrir la boca
y casi nunca decía otra cosa. 



Escondido tras su cortina de pelo negro
tomaba cerveza del pico,
arreglaba su motor.
Todo eso nos parecía tan encantador, 

misterioso, su silencio inocente. 


Adamo me invitó a salir una vez.
Fuimos a la costanera,
fumamos uno en la reserva ecológica,
tomamos vino en cajita y caminamos descalzos.
Nos dimos un beso
y me convenció de ir más allá de eso.
En eso estábamos a nuestro regreso
mientras el milky tosía.
Adamo me decía que lo imposible
era poesía
y que la realidad
era otra cosa.
Y quería poner mi mano sobre la palanca del amor.
Yo ardía por la inercia de la aventura,
pisaba el acelerador de la juventud.
Algo chocó contra el parabrisas
un chirrido quebró la noche.
Dimos vueltas, rebotamos. Se rompió
su nariz. Mi inocencia.
Al costado de la ruta, el milky se prendió fuego
y no había dejado de sonar AC/DC en el estéreo.
Adamo me levantó por los hombros
y caminamos rengos
sosteniéndonos el uno al otro —brotes
inmaduros del árbol de la vida.
Una ola de fuego subía al cielo.
Adamo me corrió el pelo de la cara
con dos dedos.
“¿Estás bien, Bambi?”, me dijo.
Impecable.
Juraría que prendió un cigarrillo.
Prendió un cigarrillo.
Su imagen era tan recia que me dieron ganas de llorar.
Adamo caminó hacia el milky ardiendo
suspirando lágrimas que no iba a derramar
“Este es un final hermoso, Bambi”, me dijo.
Y comenzó a tocar en el aire una guitarra eléctrica:
ta ra ra
ta ra ra
tarara ta rara ta rara
ta ra ra
ta ra ra
tarara ta rara ta rara.



Primera línea de fuego
Tálata Rodriguez
Tenemos las Máquinas, 2013



lunes, 2 de diciembre de 2013

Fotografía

Retrato andariego N°1, Tebbe Schöningh.
Perro callejero albino del ejército de sombras.


Sin título, 2012, 40x30, C-Print
Tebbe Schöningh

Dibujo

L,
esto es lo más cercano a parecerme a una señora con ruleros que me permite mi ego.
Como verás, soy un caballero y no me agarré de tus tatuajes, de hecho, creo, fui bastante generoso. 
Lo del título decidilo vos. 
¿Seguís con la idea de que el fondo sea un mapa? Porque tengo unos patterns que podrían andar, en un rato te los paso. Son fondos de autor.
Sigo esperando el vino.

Accame


Autorretratos, Pablo Accame

domingo, 1 de diciembre de 2013

Literatura


Sobre Crónicas canallas, de Santiago Llach.
por Pablo Ottonello


Es fin de año y a Buenos Aires le empieza a crecer el vapor amarillo de los tilos, las calles se empiezan a embadurnar de esas alfombritas violetas de grela natural que cae de los árboles, las semillas, los coquitos peludos de los plátanos, el tufo dulzón a jazmín chino y a basura que rueda por los desniveles de Palermo, que se atasca en los adoquines calientes por esos calores de hervidero pre tormenta que empezaron a pegarle a nuestra city ahora que somos definitivamente un país tropical.


Ayer, por suerte, el calor fue solo calor humano en ese escondite que es Enjambre, en medio del Palermo Jizz con sus mesitas frágiles, plegables, con sus platitos en degradé de sabores y hierbas y esa inquietud de chef loco-por-innovar que vi apoyados y listos para morfar en las mesitas delicadamente exteriores, mientras caminaba las cuadras erróneas hasta Acuña de Figueroa, pasando Gascón, para escuchar a Damián Ríos y a Julieta Mortati presentar el libro Crónicas Canallas, de Santiago Llach, que editó Blatt & Ríos.


La época florece de presentaciones de libros, pero ninguna tan familiar y así de íntima como la de anoche. Las razones están entre tapa y tapa. El libro de Llach es un greatest hits de sus viajes al gigante de Arroyito y a canchas inhóspitas del Nacional B, en un largo viaje en capítulos que hace con sus hijos León y Benita, con su hermano Lucas y su padre Juan José, el clan Llach, como dice en el libro, protagonistas forzosos de esta historia de cómo Rosario Central vuelve a la primera división –“al fútbol grande de la República Argentina”, como diría Llach, que en su libro parodia la lengua agobiada, seca de repetición, del periodismo deportivo- pero que es sobre todo un relato de amor, de cómo se crían hijos, un libro transgeneracional que incluye anécdotas de Santiago con su padre y su hermano y que intenta el ejercicio difícil, arqueológico, de encontrar el origen de esa “pasión” por un equipo de fútbol, de elegir colores, banderas, ídolos y leyendas, como también, en algún momento y por algún azar se eligen bandas de rock -unas y no otras- pero también propone cómo entender que eso, esas elecciones, son siempre la misma, dentro o fuera del fútbol, la gran y única pregunta que parece hacerse Llach en ese largo recorrido por el paño verde –como dice él- de nuestra Pampa Húmeda y fértil, nuestra patria sojera, qué somos, qué somos, qué somos y por qué.


Con prólogo de Juan José Llach, epílogo de León Llach y dibujos de Benita Llach, Santiago nos cuenta cómo Jesús Méndez merece más ovaciones de las que recibe, cómo es que unos porteños desvelados se hicieron hinchas de un club con sede a 300 kilómetros de la Capital Federal, como le preguntó Mortati en su rol de entrevistadora de tevé (una pierna sobre la otra, de coté, como si tuviera años de set televisivo), y cómo escribir es una manera de curarse a uno mismo.


Como en El Equilibrio, el libro de ensayos de Pedro Mairal –presentado en Enjambre unos meses antes también por Llach- prologado por el padre del autor e ilustrado por su hijo, Crónicas Canallas no puede pensarse fuera de una historia familiar, de su propio equilibrio futbolero de peripecias ruteras y noches de hotel con León Llach sin dormir. Y ahora sí, todos de pie por favor, que abajo está el texto de presentación que leyó anoche Damián Ríos.

*

Presentación de Damián Ríos.

Agarré y me puse a leer viejos poemas; de vez en cuando lo hago. Tenía que estar esta noche acá y decir algo de Crónicas canallas y me puse a leer poemas viejos y a revisar viejos posteos en bloguer. Porque aunque sean recientes, los posteos en blogspot son siempre viejos. Eso es una de las cosas que hice para tener algo que decir acá. Además, el domingo, cuando me levanté al mediodía, me fui al kiosco a comprar diarios para no leerlos a la tarde, mientras esperaba que empaten todos los rivales de San Lorenzo; lo que sí hice, además, fue comprarme una selección de cuentos de Fontanarrosa en el kiosco; la canillita, una señora, me dijo que para comprarlo tenía que recortarme el cupón de La Nación. El libro me salió veintinueve pesos y los diarios otro tanto; en total, lo que sale más o menos una colita de cuadril en La lonja, la carnicería del barrio. De los diarios que no leí obtuve la satisfacción de ojearlos un poco y desconfiar de cada uno de los periodistas, como todos los domingos. Del libro de Fontanarrosa releí dos cuentos que hace años no leía: “19 de diciembre de 1971” y “El ocho era Moacyr”; con esos dos cuentos y el empate de Newells y Arsenal salvé la tarde; la semana salvé con ese empate, con los cuentos volví a vivir. Para el que no lo recuerde o no lo haya leído, “19 de diciembre de 1971” narra una vida utópica: la de un hincha de Central que nunca vio perder a su equipo en el clásico con “los lepra”, así nombra el narrador a los hinchas de Newells. Hay una anécdota, un argumento y una trama muy bien llevados, pero lo extraordinario de ese cuento es inventar ese personaje que nunca vio perder a su equipo en el clásico. Yo no puedo decir lo mismo: una vez fui a ver San Lorenzo-Huracán a La quema, que Llach llama, en Crónicas canallas, “El museo de la lírica”, porque a Llach le gusta y disfruta de la metáfora, del juego retórico y en ese sentido está lejos del lenguaje literario pensado en términos económicos, de ahorro, que parece que se ha hecho epidémico en nuestras letras, una de las veces que fui, decía, hace años, digo, “Al museo de la lírica”, caí preso en la cola de entrada con otros cuervos y después los ratis de la 28 nos gritaron el gol de Huracán cuando estábamos en la celda. Peor que perder el clásico es caer preso, y perder el clásico. Pero en ese cuento de Fontanarrosa lo genial es que ese personaje nunca en su vida vio perder a su equipo. Una vida sin sufrimientos, sin bajones; es lo que todos esperamos, pero eso es imposible. Ese es un gran cuento a favor. Crónicas canallas, en cambio… ahora les cuento. En Crónicas canallas, nuestro héroe, el narrador, ya lo vio todo; vio  perder, empatar, ganar, descender, campeonar a su equipo y en el camino fue novio, esposo, joven padre, y acumuló un inmenso arsenal de saberes, futbolísticos y de la vida, en esa gesta que es ser todos los días un hincha de fútbol argentino. Ahora estamos pensando que ser hincha de fútbol en Argentina es el lugar común por excelencia: Menem es hincha de River, Kirchner era de Racing y Cristina es de Gimnasia, eso por nombrar sólo algunos presidentes. Sin embargo, Crónicas canallas se descalza de ese lugar común argentino y lo hace con elegancia: la pasión por un club, como la adscripción a un partido político, es algo que se puede heredar, pero también es algo que se puede adquirir, como en el caso del abuelo del narrador que era dirigente de Boca y terminó su vida hinchando por Central. Y para eso no es necesario la pertenencia a un barrio, ni a una ciudad. Los Llach, se sabe, son porteños. “Algún día les voy a contar cómo fue que nací en Rosario”, cito de memoria, amenaza una voz en un viejo poema de Santiago. La pasión, aprendemos en Crónicas canallas, como todos los bienes y objetos, es algo que se puede adquirir y está ahí, para que cualquiera se la calce. Una vez adquirida, se sabe, se puede usar, es decir se puede vivir y disfrutar, como con cualquier bien. Como cualquier bien, no es gratis; sale plata, se invierten tiempo y energía. En Crónicas canallas la pasión se vive y se disfruta, pero también, o sobre todo, se la problematiza, con mucho vuelo literario pero por eso mismo sin ponerse por encima del objeto. Se la estudia, pero desde adentro. Así trabajan los escritores, algunos. Es así que Crónicas canallas se descalza del género, se descalza del lugar común y puede ser leído como una novela en la que se aprende a ser padre, por ejemplo. Se es hijo y se es padre en el libro, como se es ex esposo, amante, en una escritura todo el tiempo interpelada por la política y la melancolía de ser argentino, la melancolía de esos estadios de la B, de esas rutas los fines de semana o de esos partidos de los lunes. En realidad toda la obra de Llach está atravesada por estos temas. El peronismo, el fútbol, el amor, la familia, las mujeres aparecen en los libros más tempranos de Llach, pero siempre mirados con una lente que incomoda, que agranda o achica, que no deja de matizar  pero que también pone en blanco y negro, si es necesario. Yo estoy entre los que creo que es necesario, necesito del carácter polémico de los libros de Llach, de los que muchos se han preguntado si son a favor o en contra. La pregunta tiene sentido, porque son libros a favor de pensar más allá de lo que estamos formateados para pensar desde nuestro lugares de izquierda o progresistas, y para eso vienen armados con un inmenso arsenal retórico y estilístico que nos gusta leer; nos gusta leer que la carrera de un jugador para patear un penal puede ser a la manera de “El paseo del caballero por la campiña inglesa”, es lindo eso, es linda esa invención, es lindo inventar. Ser progresistas o de izquierda o peronista o radical, o ser hincha de fútbol, como cualquier ideología o adscripción, te predispone para decir, pensar y sentir boludeces, y en ese sentido, y me gusta usar la palabra sentido en este caso,  Crónicas canallas es un libro en contra: en contra de esa predisposición, de Central, de la hinchada, del fútbol, del equipo, de Jesús Méndez, del kirchnerismo, del progresismo, de la izquierda, etc. Y en ese sentido es un libro necesario, porque se toma el trabajo de ir en contra de esos consensos, microscópicos o gigantes, para ir más allá, para tener la posibilidad de pensar o de narrar más allá de lo que venimos formateados para pensar o narrar; se narra una temporada en la B, los restos de un divorcio, el pasaje de un hijo a la juventud, un amor que vuelve y se va, se narra, en Llach, lo que no se puede, y hasta se narra lo que no se debe. Y eso es lo que hace la literatura, por eso escribir es tan difícil. Pienso eso mientras leo Crónicas canallas, pero puede ser pasajero, porque puedo, felizmente, pienso, pensar otras cosas o percibir de otras maneras, sólo leyendo un libro o animándome a pensar más allá de mis boludeces, como me invita toda la literatura de Llach, que por eso es literatura. Puedo pensar o percibir el mundo, este país, lo que me toca, mis gustos, mis certezas, de otro modo, sin perder ninguna de mis convicciones para poder reconstruirlas sobre otros cimientos, más sólidos, más frescos, más literarios, que para eso editamos y escribimos y nos reunimos acá. Por eso estamos acá,  para festejar, para leer. Leer un buen libro como Crónicas canallas es abrazarse con un desconocido, como en un gol en la cancha, porque con libros como este nos hacemos la ilusión de que somos parte de algo grande que puede ser mejor, y por ahí, al final, lo somos. Por eso ascendemos y festejamos, ¿no? Muchas gracias.

Damián Ríos.