viernes, 24 de enero de 2014

Fotografía

Fotografía de verano por Micaela Conti.
Que hay de ser mujer en lo natural, parte del proyecto colectivo La cresta de la ola. 
Septiembre de 2013.





lunes, 20 de enero de 2014

Literatura: crónica de viaje

Delft
Por Pablo Ottonello.


X. El tren llegó en minutos, Máxima, los ocho minutos por reloj que marcaba el boleto. X. Lo guardé en mi billetera donde había otras marcas de turista amateur. El mapita del subte de Londres, la entrada al Museo Van Gogh, tickets usados del subte de París, 1.20 euros cada tramo. X. ¿Hace cuánto no usás transporte público, Queen? X. El sol perdía su leche sobre las casitas de ladrillo a la vista y eran recién las tres y media de la tarde. Había tomado, hacía quince minutos, la paroxetina de las tres. A la cinco –en el pico de dosis- le iba  a sentir el fulgor medieval a Delft, el pueblito que hizo famoso Vermeer. X. La lechera de Vermeer es una decepción. La vi en París. Imaginaba un cuadro majestuoso. X. No encontré mucha información sobre Vermeer. Entré a Starbucks y lo puse en google. No había –en todo Delft- una puta pintura suya que pudiera verse gratis. X. Le compré tabaco holandés a un hombre con lepra. Agradecí mi piel joven y me toqué la cara mientras el tipo contaba los billetes del vuelto. La lepra le crecía como cerezas. X. Salí y fumé. Fumar me varoniza. Todavía tengo la cajita de madera, ya sin cigarros, donde pensaba ahorrar dólares que todavía no ahorré. X. Conté la plata y miré el reloj. Siempre que contaba la plata en el viaje miraba el reloj, como si una medición llamara a la otra. El sol bajaba y hacía un frío de cagarse. Me até los cordones de las botas que me regaló Emanuel, marrones, bien europeas, de cuero de vaca impermeabilizado. Él había aprendido la educación de la nieve y le gustaba repetir una frase que compartía, y con la que se daba valor con sus compañeros de trabajo argentinos residentes en Rotterdam –a minutos de Delft: en Rotterdam no se vive, se sobrevive. Me las regaló como adelanto de mi cumpleaños. Nunca habría podido pagar botas así. X. No había humanos en la plaza central, sólo turistas adentro de las confiterías. X. Un grupo de yanquis oía la explicación de los funerales reales, Máxima. ¿A vos te entierran ahí, o es sólo familia de sangre? La plaza central estaba demasiado limpia, sin vida. No crecía ni un yuyo en los espacios de aire del empedrado. X. Llegué a una iglesia abierta. Entré, me persigné, y metí las manos en los bolsillos. Un hombre de baja jerarquía monacal me pidió que me sacara la capucha. Obedecí. Respiré adentro de la bufanda para que me repitiera el calor a los cachetes fríos como carne de supermercado. X. Había memorizado y olvidado los horarios de tren. Emanuel me había dicho que por los trenes –en Holanda- no me preocupara. Siempre había trenes para Rotterdam.