Delft
Por Pablo Ottonello.
X.
El tren llegó en minutos, Máxima, los ocho minutos por reloj que marcaba el
boleto. X. Lo guardé en mi billetera donde había otras marcas de turista
amateur. El mapita del subte de Londres, la entrada al Museo Van Gogh, tickets
usados del subte de París, 1.20 euros cada tramo. X. ¿Hace cuánto no usás
transporte público, Queen? X. El sol perdía su leche sobre las casitas de
ladrillo a la vista y eran recién las tres y media de la tarde. Había tomado,
hacía quince minutos, la paroxetina de las tres. A la cinco –en el pico de
dosis- le iba a sentir el fulgor
medieval a Delft, el pueblito que hizo famoso Vermeer. X. La lechera de Vermeer
es una decepción. La vi en París. Imaginaba un cuadro majestuoso. X. No
encontré mucha información sobre Vermeer. Entré a Starbucks y lo puse en
google. No había –en todo Delft- una puta pintura suya que pudiera verse
gratis. X. Le compré tabaco holandés a un hombre con lepra. Agradecí mi piel
joven y me toqué la cara mientras el tipo contaba los billetes del vuelto. La
lepra le crecía como cerezas. X. Salí y fumé. Fumar me varoniza. Todavía tengo
la cajita de madera, ya sin cigarros, donde pensaba ahorrar dólares que todavía
no ahorré. X. Conté la plata y miré el reloj. Siempre que contaba la plata en
el viaje miraba el reloj, como si una medición llamara a la otra. El sol bajaba
y hacía un frío de cagarse. Me até los cordones de las botas que me regaló Emanuel,
marrones, bien europeas, de cuero de vaca impermeabilizado. Él había aprendido
la educación de la nieve y le gustaba repetir una frase que compartía, y con la
que se daba valor con sus compañeros de trabajo argentinos residentes en
Rotterdam –a minutos de Delft: en Rotterdam no se vive, se sobrevive. Me las regaló como adelanto de mi cumpleaños. Nunca
habría podido pagar botas así. X. No había humanos en la plaza central, sólo
turistas adentro de las confiterías. X. Un grupo de yanquis oía la explicación
de los funerales reales, Máxima. ¿A vos te entierran ahí, o es sólo familia de
sangre? La plaza central estaba demasiado limpia, sin vida. No crecía ni un
yuyo en los espacios de aire del empedrado. X. Llegué a una iglesia abierta.
Entré, me persigné, y metí las manos en los bolsillos. Un hombre de baja
jerarquía monacal me pidió que me sacara la capucha. Obedecí. Respiré adentro
de la bufanda para que me repitiera el calor a los cachetes fríos como carne de
supermercado. X. Había memorizado y olvidado los horarios de tren. Emanuel me
había dicho que por los trenes –en Holanda- no me preocupara. Siempre había
trenes para Rotterdam.