domingo, 8 de diciembre de 2013

Literatura: Crónica de viaje

Siesta
Por Soledad Urquía.


En el pueblo había tres cortes de luz todos los días. El de once a doce, el de una a seis de la tarde y el de nueve a diez de la noche. El primero pasaba casi desapercibido porque a esa hora estaba en el Ashram con los ojos cerrados. El último era un recreo de la lectura de algún libro espiritual que estudiaba a conciencia en mi cuarto. Pero el de la tarde hacía que aprendieras a vivir sin electricidad. Nada grave, después de todo durante miles de años la gente comió, se enamoró, escribió libros, tuvo hijos y se murió sin el amparo de electrones circulando como locos por autopistas de cobre.

Miraba el techo concentrada, tirada boca arriba en mi colchón. Tenía puesto sólo una bombacha, pero mi cuerpo estaba pegajoso y en estado de indefensión frente a una invasión de hormigas. Conocía de memoria  todos los detalles del cielo raso: cada mancha y las formas de telaraña que mutaban y se expandían. La lagartija blanca y chiquita que vivía ahí estaba inmóvil. Eran las dos de la tarde y el calor en mi habitación no me dejaba respirar bien. Igual no tenía claro si lo que me asfixiaba eran los cuarenta y tres grados o mi incapacidad momentánea para salir de los límites de mi introspección. Observación, indagación, conciencia de la respiración, búsqueda de la ecuanimidad perfecta: básicamente todo lo que pasaba en mi vida. Ni hablemos de contacto físico, placeres mundanos, conversaciones intrascendentes o incluso conversaciones en un sentido más amplio. 

- Comé algo que te haga bajar. Hace unas semanas que parece que estás a punto de desintegrarte en luz.

Me había dicho una amiga alemana hacía unos días. Era sólo quince años más grande que yo pero había decidido volcar todo su instinto maternal en mí. Me regalaba ropa, chequeaba que el lugar donde me quedaba fuera decente y cada tanto insistía en la importancia de volver a usar ojotas o zapatillas en algún momento.

Me paré y se me bajó la presión: black out, mareo, ganas súbitas de vomitar. Respiré hondo un par de veces y se me pasó.  Los cuerpos occidentales comienzan a romperse si se quedan en India durante un tiempo, se cansan más de la cuenta y hay un extra de desgaste y deterioro. Creo tiene con ver con la lucha constante contra bacterias, sensaciones y estímulos que resultan exógenos, extraños, ajenos. Veía como europeos y americanos se derrumbaban después de algunos meses: gastroenteritis crónica, malaria, infecciones eternas. Mi cuerpo resistía, quizá gracias a la plena conciencia de que no podía hacerme eso: si me fallaba nos quedábamos ahí.

Me vestí y salí. Subí a una bicicleta verde demasiado grande para mí, se parecía a las que se usaban en los ochentas. Me la había prestado un inglés que trabajaba en el Ashram porque decía que algo en mí lo hacía acordar a una de sus hijas. Estaba claro que mi presencia pedía a gritos algún tipo de cuidado parental, siempre aparecía alguien dispuesto a cumplir la función por un rato.  

En el pueblo todos dormían en sus casas o al costado de la calle debajo de algún árbol. Miré a un sadhu viejo y con la piel ajada pegada a los huesos que usaba unos de sus brazos como almohada. Me conmovió un poco su respiración acompasada y la entrega con la que caía su cuerpo sobre la tierra. No lo despertó un perro lleno de llagas que puso su hocico sobre su cara. Desvié la mirada, de repente tuve esa sensación de intrusión que me agarra cuando todos los humanos duermen y yo no. Pensé que en Argentina también dormían y me sentí la única persona despierta sobre la faz de la Tierra.  El mundo me pareció un lugar bastante desolador.
Me bajé de la bicicleta y la dejé en la puerta del Ashram. Me di cuenta de que mi remera estaba mojada y me obligué a tomar agua. Me habían explicado mil veces que en el pueblo en verano se vive en un estado de semi deshidratación constante en el que paradójicamente no tenés sed. Pensé que era algo así como una negación biológica pero me tranquilizaba atribuir parte de mi fragilidad mental extrema a esta causa tan coherente y comprobable químicamente. No era que me estaba volviendo loca, solamente me faltaba un poco de agua.

Volví a mirar los cuerpos dormidos al lado de la calle. Mis ojos se movieron desesperados,  tratando de atrapar alguna certeza o  prueba irrefutable de que algo de todo eso era real. Miré a las personas, a los puestos de la calle y a la Montaña. Todo es ilusión, maya,  invención mental. Todo se me escapa. Estoy tan dormida como el resto del mundo. Los límites de mi cuerpo se desdibujan. No hay nada, no hay nadie, no hay nada.

Respiré hondo y me agarré la cabeza con las dos manos. No te pierdas, no te pierdas, no te pierdas,  repetí como un mantea.

Entré al Ashram. Era un predio grande con muchos salones: dos de meditación, un comedor, una biblioteca, habitaciones. Todos estaban cerrados con llave y caminé hasta la puerta de rejas por la que entrabas a un caminito en la Montaña. Me gustó que las piedras me quemaran la planta de los pies, sentí como si algo me enchufara a la Tierra evitando mi esfumación. Empecé a escalar como una autómata: conocía el camino de memoria y había aprendido a ignorar los ruidos de las serpientes que reptaban por los costados.

- Son venenosas ero si no las pisás no pasa nada.

Me había dicho la gente de la zona. Unos días antes me habían contado que una mujer salió de su casa de noche porque no tenía baño, la pico una víbora y se murió a los pocos minutos. La historia me dio lástima pero no me asustó: siempre tuve una confianza excesiva en mi suerte.

Aparecieron las dos perras que todos los días me acompañaban desde ese punto. No sé porque asumí desde el principio que eran madre e hija. Las saludé en voz alta y las acaricié. Había rumores de que la Montaña estaba llena de espíritus que tomaban la forma de distintos animales y yo estaba segura de que ellas dos eran parte de ese grupo que bajaba desde otro plano.

Llegué a la cueva transpirada y con dolor de cabeza. Entré y me senté con las piernas cruzadas y los ojos cerrado. Al frente de una foto del Maestro alguien  había dejado una corona con flores que se estaban pudriendo. Apenas entraba una persona y el ambiente era asfixiante: parecía que el aire húmedo y enviciado te envolvía y te presionaba la piel. Quizá gracias a esa sensación parecida a un abrazo me quedé dormida.












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