Por Soledad Urquía.
En el pueblo había tres cortes de luz todos los días. El de once a
doce, el de una a seis de la tarde y el de nueve a diez de la noche. El primero
pasaba casi desapercibido porque a esa hora estaba en el Ashram con los ojos cerrados.
El último era un recreo de la lectura de algún libro espiritual que estudiaba a
conciencia en mi cuarto. Pero el de la tarde hacía que aprendieras a vivir sin
electricidad. Nada grave, después de todo durante miles de años la gente comió,
se enamoró, escribió libros, tuvo hijos y se murió sin el amparo de electrones
circulando como locos por autopistas de cobre.
Miraba el techo concentrada, tirada boca arriba en mi colchón. Tenía puesto
sólo una bombacha, pero mi cuerpo estaba pegajoso y en estado de indefensión
frente a una invasión de hormigas. Conocía de memoria todos los detalles del cielo raso: cada mancha
y las formas de telaraña que mutaban y se expandían. La lagartija blanca y
chiquita que vivía ahí estaba inmóvil. Eran las dos de la tarde y el calor en
mi habitación no me dejaba respirar bien. Igual no tenía claro si lo que me
asfixiaba eran los cuarenta y tres grados o mi incapacidad momentánea para
salir de los límites de mi introspección. Observación, indagación, conciencia
de la respiración, búsqueda de la ecuanimidad perfecta: básicamente todo lo que
pasaba en mi vida. Ni hablemos de contacto físico, placeres mundanos, conversaciones
intrascendentes o incluso conversaciones en un sentido más amplio.
Me había dicho una amiga alemana hacía unos días. Era sólo quince años
más grande que yo pero había decidido volcar todo su instinto maternal en mí. Me
regalaba ropa, chequeaba que el lugar donde me quedaba fuera decente y cada
tanto insistía en la importancia de volver a usar ojotas o zapatillas en algún
momento.
Me paré y se me bajó la presión: black out, mareo, ganas súbitas de
vomitar. Respiré hondo un par de veces y se me pasó. Los cuerpos occidentales comienzan a romperse si
se quedan en India durante un tiempo, se cansan más de la cuenta y hay un extra
de desgaste y deterioro. Creo tiene con ver con la lucha constante contra
bacterias, sensaciones y estímulos que resultan exógenos, extraños, ajenos.
Veía como europeos y americanos se derrumbaban después de algunos meses:
gastroenteritis crónica, malaria, infecciones eternas. Mi cuerpo resistía,
quizá gracias a la plena conciencia de que no podía hacerme eso: si me fallaba nos
quedábamos ahí.
Me vestí y salí. Subí a una bicicleta verde demasiado grande para
mí, se parecía a las que se usaban en los ochentas. Me la había prestado un
inglés que trabajaba en el Ashram porque decía que algo en mí lo hacía acordar
a una de sus hijas. Estaba claro que mi presencia pedía a gritos algún tipo de
cuidado parental, siempre aparecía alguien dispuesto a cumplir la función por
un rato.
En el pueblo todos dormían en sus casas o al costado de la calle
debajo de algún árbol. Miré a un sadhu viejo y con la piel ajada pegada a los
huesos que usaba unos de sus brazos como almohada. Me conmovió un poco su
respiración acompasada y la entrega con la que caía su cuerpo sobre la tierra.
No lo despertó un perro lleno de llagas que puso su hocico sobre su cara.
Desvié la mirada, de repente tuve esa sensación de intrusión que me agarra
cuando todos los humanos duermen y yo no. Pensé que en Argentina también
dormían y me sentí la única persona despierta sobre la faz de la Tierra. El mundo me pareció un lugar bastante
desolador.
Me bajé de la bicicleta y la dejé en la puerta del Ashram. Me di
cuenta de que mi remera estaba mojada y me obligué a tomar agua. Me habían
explicado mil veces que en el pueblo en verano se vive en un estado de semi
deshidratación constante en el que paradójicamente no tenés sed. Pensé que era
algo así como una negación biológica pero me tranquilizaba atribuir parte de mi
fragilidad mental extrema a esta causa tan coherente y comprobable
químicamente. No era que me estaba volviendo loca, solamente me faltaba un poco
de agua.
Volví a mirar los cuerpos dormidos al lado de la calle. Mis ojos se
movieron desesperados, tratando de
atrapar alguna certeza o prueba
irrefutable de que algo de todo eso era real. Miré a las personas, a los
puestos de la calle y a la Montaña. Todo es ilusión, maya, invención mental. Todo se me escapa. Estoy
tan dormida como el resto del mundo. Los límites de mi cuerpo se desdibujan. No
hay nada, no hay nadie, no hay nada.
Respiré hondo y me agarré la cabeza con las dos manos. No te
pierdas, no te pierdas, no te pierdas, repetí como un mantea.
Entré al Ashram. Era un predio grande con muchos salones: dos de
meditación, un comedor, una biblioteca, habitaciones. Todos estaban cerrados
con llave y caminé hasta la puerta de rejas por la que entrabas a un caminito
en la Montaña. Me gustó que las piedras me quemaran la planta de los pies, sentí
como si algo me enchufara a la Tierra evitando mi esfumación. Empecé a escalar
como una autómata: conocía el camino de memoria y había aprendido a ignorar los
ruidos de las serpientes que reptaban por los costados.
- Son venenosas ero si no las pisás no pasa nada.
Me había dicho la gente de la zona. Unos días antes me habían
contado que una mujer salió de su casa de noche porque no tenía baño, la pico
una víbora y se murió a los pocos minutos. La historia me dio lástima pero no
me asustó: siempre tuve una confianza excesiva en mi suerte.
Aparecieron las dos perras que todos los días me acompañaban desde
ese punto. No sé porque asumí desde el principio que eran madre e hija. Las
saludé en voz alta y las acaricié. Había rumores de que la Montaña estaba llena
de espíritus que tomaban la forma de distintos animales y yo estaba segura de
que ellas dos eran parte de ese grupo que bajaba desde otro plano.
Llegué a la cueva transpirada y con dolor de cabeza. Entré y me
senté con las piernas cruzadas y los ojos cerrado. Al frente de una foto del
Maestro alguien había dejado una corona
con flores que se estaban pudriendo. Apenas entraba una persona y el ambiente
era asfixiante: parecía que el aire húmedo y enviciado te envolvía y te
presionaba la piel. Quizá gracias a esa sensación parecida a un abrazo me quedé
dormida.
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