Por Pablo Ottonello
Mucho más que la Noche de las Librerías, sin
demasiados descuentos y con los pasillos de los locales como nidos de un
ciempiés, la gente disfrutaba dar sus pasos juveniles sobre la mitad de
Corrientes cortada por el Gobierno de la Ciudad, sobre la que flotaban globos
amarillos no muy distintos a los de Jack Nicholson en la mejor de las Batman,
la uno, la de Tim Burton en esa ciudad Gótica que, como Buenos Aires cuando
llueve, tiene sumideros que largan su grueso vapor de sopa. Encontré una mesa
en un balcón, pedí una cerveza carísima y relojeé el transito marino de gente
con libros en la mano y comentarios sobre qué leer primero y qué después,
contagiados de esa fiebre hermosa que es no querer perderse nada. La cerveza me
iba a costar cincuenta y ocho pesos, pero no era mal empujón para refrescar un
poco y pensar en lo que acababa de ver en el subsuelo de La Dulce donde Tálata
Rodríguez se trepó a su mini tarima con fresneles y recitó, entre el humo y los
cambios de escenografía y vestuario, acompañada por imágenes, sonido y música,
los poemas que se pueden leer en el libro que la editorial Tenemos Las Máquinas
lanzó este mes, Primera Línea de Fuego.
Con su carisma guarro de calzas y remerita,
con los ojos enormes clavados en un público que se dejó asombrar por sus versos
y por la precisión de recitarlos de memoria, sin la solemnidad que a veces le
come los talones a las lecturas de poesía, Tálata optó por el ritmo, los
cambios de luz, la penumbra del subsuelo con máquinas de humo y el efecto
piña-en-la-cara+lírica, rima y delirio, que pica más alto cuando nos cuenta su
dolor, cuando a la figura de mujer fuerte que construye con sus anécdotas de hiena
nocturna –grupi de jugadores de la primera de Vélez bajo un puente- contrapone
imágenes de su hija –dormida en una cama abrazada a un globo rosa- o cuando se
permite hablar de amor, sin dejar de teñirlo de huevoneo juvenil, de años
perdidos, de añorar una juventud.
El verso tiene su autonomía, y cuando la
escritura es buena no necesita ni luz, ni humo, ni fotos detrás. El buen verso
es un loco solitario que, igual que Tálata, se la banca solo y te encara en un
callejón. Reaccioné así apenas salí de la función, como alguien que defiende la
poesía sin ciber adornos. La luz, el juego de imágenes, el diseño sonoro y la
representación teatral (porque Tálata encarna su propio personaje fogwiliano de
muchacha con calle) le compiten –sin querer- al verso escrito. ¿Cómo es la
relación ideal entre declamación y verso escrito? Y en seguida me pregunté:
¿qué son estas reflexiones marimachas?, y me serví el fondito de cerveza ya
entibiado por el calor guaso de noviembre y me puse a recordar una charla
reciente, muy reciente, con la editora del libro, Julieta Mortati, que me
explicó lo que yo no terminaba de entender. Me lo dijo como una lista de
supermercado. La transcribo tal cual: 1. Tálata piensa su obra como un acto de
hibridez. 2. La poesía es una función
teatral. 3. Tálata es un raro arácnido suelto por Buenos Aires, con muchas
patas fuertes. 4. Es una performer,
dijo Mortati. 5. ¿Viste cómo te mira, con esos ojos como medidas dobles de
whisky?
*
Autopista al infierno
no recuerdo su cara y no sé si la vi alguna vez,
quizás un pedazo de boca, un cigarrillo prendido
humo entre los rulos espiralados. Olor a fijador.
Mi amigo se llamaba Adamo y no venía al colegio.
Era de Tablada como mi compañero Néstor.
Adamo tenía un Dodge milquinientos. Un milky.
No íbamos a ningún lado,
pero las chicas nos arreglábamos
solo para subirnos al milky de Adamo.
En el colegio lo tenían fichado
y no lo dejaban pasar cerca.
Adamo nos esperaba a dos cuadras,
parado contra el milky,
la remera doblada sobre el hombro.
Adamo nos llamaba Bambinas,
casi sin abrir la boca
y casi nunca decía otra cosa.
Escondido tras su cortina de pelo negro
tomaba cerveza del pico,
arreglaba su motor.
Todo eso nos parecía tan encantador,
misterioso, su silencio inocente.
Adamo me invitó a salir una vez.
Fuimos a la costanera,
fumamos uno en la reserva ecológica,
tomamos vino en cajita y caminamos descalzos.
Nos dimos un beso
y me convenció de ir más allá de eso.
En eso estábamos a nuestro regreso
mientras el milky tosía.
Adamo me decía que lo imposible
era poesía
y que la realidad
era otra cosa.
Y quería poner mi mano sobre la palanca del amor.
Yo ardía por la inercia de la aventura,
pisaba el acelerador de la juventud.
Algo chocó contra el parabrisas
un chirrido quebró la noche.
Dimos vueltas, rebotamos. Se rompió
su nariz. Mi inocencia.
Al costado de la ruta, el milky se prendió fuego
y no había dejado de sonar AC/DC en el estéreo.
Adamo me levantó por los hombros
y caminamos rengos
sosteniéndonos el uno al otro —brotes
inmaduros del árbol de la vida.
Una ola de fuego subía al cielo.
Adamo me corrió el pelo de la cara
con dos dedos.
“¿Estás bien, Bambi?”, me dijo.
Impecable.
Juraría que prendió un cigarrillo.
Prendió un cigarrillo.
Su imagen era tan recia que me dieron ganas de llorar.
Adamo caminó hacia el milky ardiendo
suspirando lágrimas que no iba a derramar
“Este es un final hermoso, Bambi”, me dijo.
Y comenzó a tocar en el aire una guitarra eléctrica:
ta ra ra
ta ra ra
tarara ta rara ta rara
ta ra ra
ta ra ra
tarara ta rara ta rara.
Fuimos a la costanera,
fumamos uno en la reserva ecológica,
tomamos vino en cajita y caminamos descalzos.
Nos dimos un beso
y me convenció de ir más allá de eso.
En eso estábamos a nuestro regreso
mientras el milky tosía.
Adamo me decía que lo imposible
era poesía
y que la realidad
era otra cosa.
Y quería poner mi mano sobre la palanca del amor.
Yo ardía por la inercia de la aventura,
pisaba el acelerador de la juventud.
Algo chocó contra el parabrisas
un chirrido quebró la noche.
Dimos vueltas, rebotamos. Se rompió
su nariz. Mi inocencia.
Al costado de la ruta, el milky se prendió fuego
y no había dejado de sonar AC/DC en el estéreo.
Adamo me levantó por los hombros
y caminamos rengos
sosteniéndonos el uno al otro —brotes
inmaduros del árbol de la vida.
Una ola de fuego subía al cielo.
Adamo me corrió el pelo de la cara
con dos dedos.
“¿Estás bien, Bambi?”, me dijo.
Impecable.
Juraría que prendió un cigarrillo.
Prendió un cigarrillo.
Su imagen era tan recia que me dieron ganas de llorar.
Adamo caminó hacia el milky ardiendo
suspirando lágrimas que no iba a derramar
“Este es un final hermoso, Bambi”, me dijo.
Y comenzó a tocar en el aire una guitarra eléctrica:
ta ra ra
ta ra ra
tarara ta rara ta rara
ta ra ra
ta ra ra
tarara ta rara ta rara.
Primera línea de fuego
Tálata Rodriguez
Tenemos las Máquinas, 2013
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